¿Cómo se vacía el saco de la tristeza? Cada lágrima
derramada, ¿lo llena o lo vacía? ¿Cuántas son necesarias para respirar sin
romperse? No fui capaz de escribir nada en el aniversario de tu muerte, hijo,
ni mis dedos fueron inmunes a tanta parálisis. Nuestras vidas se detuvieron
aquel día, ahora hace poco más de un año. Y no sabemos cómo volver a iniciar el
camino, ni siquiera cómo seguir el que andábamos entonces.
Es muy difícil explicar cómo sucede la transmutación por la
cuál cuando tu hijo muere sientes una desorientación tal que es como si te
hubieras muerto tú mismo. La vida que llevabas deja de tener sentido, como si
la vida que se ha ido y sus planes vitales se lo hubieran llevado todo. ¿No será
que cuando un hijo va a nacer, por una magia especial, hace que sus padres se
hagan cargo de recorrer el camino que él tiene que recorrer, de forma que si se
muere los padres sienten que de pronto despiertan en un mundo terrible y
totalmente desconocido, sin rumbo que seguir?
Somos muy afortunados de que tuvieras una hermana mayor. Ella
es la que nos ata a la vida, nos arrastra hacia la risa de nuestros labios,
pese a lo acartonados que están por las sombras de las noches sin dormir y la
sal de las lágrimas que los bañan tan a menudo. Ella nos empuja hacia su rumbo,
para que tengamos un camino que andar, aunque sea medio sonámbulos, hasta que
despertemos. A veces creemos que ya estamos despiertos y vienen de pronto otros
días de insomnios llenos de pesadillas de aquel día, llenos de tu ausencia
feroz.
Somos muy afortunados de estar vivos los tres, al mismo
tiempo, y juntos los tres, y sanos los tres. De momento. El miedo a la muerte
es ya una parte consustancial a nuestra vida, tanto como la exaltación de
cada nanosegundo de vida que disfrutamos. Vivos, juntos y sanos. Ése es el
mantra que nos mantiene cuerdos, pese a la locura que en nuestros corazones se desató con tu muerte.
Hoy quiero decirte adiós, hijo mío, con el alma rota al
escribir esas palabras. Adiós y que seas feliz en tu planeta invisible. Nunca
concebí que se pudiese querer tanto a alguien a quien sólo sostuve en brazos
durante tan poco tiempo. Aquellos nueve meses que pasamos siendo un cuerpo
viviendo al mismo compás, uno dentro del otro, jamás podrán ser olvidados, y la
huella tanto física, pues sé que llevo y llevaré cromosomas tuyos tal vez el
resto de mi vida, como emocional o intelectual, es imborrable. Pero
necesitamos, necesito, soltar tu mano, para dejarte ir aunque nunca te olvide,
para poder seguir el camino hacia la vida sin ser arrastrada a cada momento
hacia la muerte.
Sé que este adiós no curará mi dolor, sé que no será la
solución a tanta tristeza. ¿O sí? Pero sí creo que es el paso que debo dar
aunque no quiera. Es el paso que no quiero dar aunque deba. Es el paso que me
da tanto vértigo, porque duele tanto como tu misma muerte.
Quizá algún día volvamos a reencontrarnos. Si no fuera así,
gracias por el tiempo compartido, los sentimientos que me regalaste, las
enseñanzas que me trajiste. Gracias por germinar en mí, por llenarme y por
nacer de mí. Gracias por todo lo que me has dado.